lunes, 23 de agosto de 2010

Hace tiempo conocí un sujeto que compró una farmacia en un pequeño pueblo. Me encontraba en un viaje de  en  tren. Se sentó delante de mío, y como ninguno de los dos llevábamos acompañante, estábamos solos en aquel pequeño espacio,  por lo que, no ponerle atención era imposible. 

Lleva consigo una caja de cartón, con el nombre de una firma comercial de medicinas y amarrada solamente,  con un largo listón color rojo. Además de eso, el sujeto frente a mí, no traía ningún equipaje. Al sentarse me dedico una fina sonrisa que correspondí en seguida (somos un eco, decía una fabula que leí de pequeña) así que me dispuse a actuar de manera pasiva frente a ese hombre. Tomé el libro que guardaba en mi mochila y me dispuse a leer a Isabel Allende, “la suma de los días”. Mientras pajareaba entre las páginas, cualquier sonido o movimiento captaba mi atención inmediata, por lo que decidí relajarme un poco y mirar hacía fuera, intentar dormir.

El viaje de tres horas, recién había comenzado, y yo no encontraba la postura adecuada, ni física ni metal, para sentirme cómoda en aquella butaca de tren. Entre el silencio ensordecedor del los rieles y el peso del tren, se abrió su voz como un eco desmayado. 

-Eres turista, puedo darme cuenta por tus zapatos y tu mochila, ¿te ha gustado el viaje?, te ves cansada, pero sobre todo parece que huyes de algo.- Todas esas palabras llegaron lentamente a mi oído y sobre todo a mi compresión, quería pedirle que lo repitiera, pero temía verme como una retrasada y loca,  en mi primera intervención en aquella platica. 

Sí, bueno, le dije,  todo viajante vacacional, trata de huir de algo, aunque sea del clima o de la cotidianidad. Y sentí que la respuesta vino de algún extraño y frívolo ente que la susurraba en ni mente. El hombre pareció a disgusto con mi respuesta, pero no dijo nada.

Al cabo de varios minutos, me pregunto si vivía en una ciudad grande. A lo que contesté con una negativa.  Mi ciudad, o por lo menos dónde me encontraba toda la semana, era una ciudad mediana, con un tráfico pesado, de ciudades medianas que se vuelven colosales con el tiempo. Con problemas que las ciudades de ahora tiene, y esas cosas. 

Entonces el sujeto comenzó a hablar sin parar por mucho tiempo. 

Yo antes vivía en una ciudad asi, grande. Con grandes calles, avenidas, y personas que se creían igual de grandes. Trabajaba como farmacólogo en una empresa, y hacíamos mezclas de medicamentos. Pero siempre he tenido un gran amor por el campo y lo que en el habita. Por las tardes del viernes, y dado que soy soltero (por muchas razones e intermitentemente) agarraba mis cosas y me iba a acampar, a veces por una o dos noches. Disfrutando del silencio y la paz de la soledad y la naturaleza. Pero sobre todo conociendo hierbas y empezando a hacerme de sabiduría popular de herbolaria. 

Cuando me di cuenta que mi vida en aquella ciudad era menos que vacía, y que no vivía con grandes lujos y no tenía en quién gastar lo que ganaba. Los ahorros de veinte años de trabajo habían ascendido a una cantidad bastante importante. Que me daba la oportunidad de tener opciones. Opciones que jamás hubiera considerado en mi juventud, porque sabrás, no soy joven. Soy quizá más viejo de lo que parezco. Mi edad no importa, pero te la diré para que tengas alguna referencia. En ese entonces tenía casi cuarenta años y de eso ya son más de veinte. 

Las opciones hicieron fila en mi mente durante meses. Podía salirme a viajar por el mundo, y volver solo cuando el dinero hubiera  acabado o me cansara de simplemente conocer. Porque sabrás, incluso de las cosas buenas te puedes cansar. Por eso hay que saber medir, todo, la felicidad, la novedad y sobre todo la libertad.

Otra oportunidad era, elegir una nueva ciudad y empezar de cero. Pero debería optar por alguna actividad para dedicar mi vida. El ocio puede llegar a matar a un hombre. En mi vida no tenía muchas cosas por las cuales sentirme orgulloso, pleno o feliz. Pero en definitiva, dejarme morir en la nada no era algo que estaba en mis planes. La decisión no fue tan sencilla como yo pensaba, el dejar una vida entera, por más plana que parezca, causaba efectos melancólicos y dolorosos. Supongo que era por lo mismo, no tenía nada de que huir aparentemente, era solo un cansancio de vida, quería hacer algo con los bienes que me sobraban, antes de morir y dejar como herederos a mi propia herencia. Una cuenta en el banco solitaria no era algo que quería dejar como legado en el mundo. Por lo que la opción de hacer un testamento y dejar mi “fortuna” en manos de los más necesitados era lo único que podría venir a mi mente, antes de que me surgiera la idea de usar el dinero para vivir.

Ahora que también vivir algo nuevo ameritataba, cambiar mi propia vida. Dejar de vivir en mí y quizá empezar a vivir con otros. La soledad es buena, hasta el punto en el que el egoísmo no la someta. Dar a los demás en vida, ser algo para los demás era para mí un plan más llamativo. Y de pronto una idea milagrosa y ecléctica surgió una tarde rojo otoño, del mes de septiembre. Debía salir al mundo y encontrar "dónde" hacer falta. 

Hacer, era lo que debía buscar como objetivo en mi nuevo proyecto de vida. Encontrar lo mejor que hago y brindarme. Amar, y lo que más amo en este mundo es hacer mezclas y fomentos de hierbas medicinales, aparte de eso no se hacer otra cosa. Las hierbas no era más que el contenido bruto de la medicina actual. Que no ha hecho más que empobrecer al necesitado/enfermo y curar a medias, males, que muchas veces, son ocasionados por el mal manejo de las propias medicinas. 

Por lo que decidí poner en marcha mi insipiente plan y concentrarme en dejar ordenada mi vida (esa que ya no era, pero que no había dejado de ser). Tome lo poco que tenía; mis libros, un par de cambios de ropa. No pensaba que podría necesitar más. Lo más importante lo llevaba sobre mis hombros y detrás de los botones de mi camisa.

Anduve vagando por algunas semanas, conocí poblados demasiado chicos, dónde el conocimiento estaba en su gente y aprendí un par de trucos más sobre el manejo de la hierbabuena y los fomentos de una extraña planta llamada Agastache que era muy usada en el norte de México como antiesmásmodico, es decir que calmaba un poco los nervios de quienes, en forma de té lo tomaban.

Con el pasar de los días y curioseando por vegetaciones diferentes, encontré un pequeño arbusto que era conocido por los lugareños, en su mayoría indígenas.  Era pequeño y tenía forma de arbusto, era conocido como "la planta de la buena voluntad", se creía que sus poderes eran tan fuertes, que quien lo bebía diariamente podía sentirse como el deseara, por más de doce horas. Pero que era conocido que el abuso de dicha sustancia, tenía efectos secundarios atroces. Desde hemorragias nasales, hasta convulsiones y perdida de la razón. No se había dado, según los que conocián el manejo de tan hermosa hierva, alguna muerte a causa de su uso, al contrario. Se aseguraba que desde que lo utilizaban la paz y la armonía entre diferentes tribus y pueblos vecinos había reinado.

Nadie necesitaba controlar por sí mismo sus emociones cuando estas, se salían de control. Era sencillo beber por la mañana en una tasa de agua hirviendo media cuchara de las hojas maravillosas de la planta de la voluntad, para quedar sometido a la cordura y las buenas intenciones. Se decía que la plante tenía efectos siempre positivos a quienes la consumian, y que al ser el amor, el sentimiento más positivo que había, era también usada (o mal usada) por algunas mujeres para hacer que el marido, o el hombre de sus sueños las amaran. Más de una había abusado de la sustancia, y había dejado al sujeto en un estado de permanente pasividad.

Casi al cumplirse el mes, llegué a Santiago, un pueblo algo hostil. Tanto el clima, como en su gente. El primer encuentro lo tuve cuando bajé del autobús. Con mi equipaje y mis plantas, poca atención podía poner en el camino al caminar. Y tropezándome de manera escandalosa con un lugareño, éste empezó a decir una sarta de majaderías sin sentido y a intentar golpear de la manera más torpe todo lo que llevaba en los brazos. Mientras intentaba mantenerme en pie y librarme de una batalla bastante peculiar, el resto de los espectadores, que no serían más de diez. Permanecían inmóviles ante mi necesidad. En cambió, creo que escuché decir -"Dale Manuel, para que aprenda a respetar!"- .

Fue después de que, por cansancio se alejó el dichoso Manuel, que me pude de manera instantánea liberar de tal aprieto.  Seguí caminando, buscando algún joven que pudiera ayudarme con mi pesada carga, para darme el siguiente paso y preguntar dónde podría asistirme esa noche. Nadie atendía a mi llamado, todos seguían ensimismados, caminando. Sí no hubiera sido por mi tropiezo con ese hombre, podría haber jurado que era invisible en ese lugar. Después de varios minutos de espera, decidí seguir un poco más por sus calles, antes de que llegará el próximo autobús para poder seguir  mi viaje, era obvio que en aquel lugar no iba a encontrar dónde quedarme.

El silencio de esa tierra áspera al salir de la central de camiones, era angustiante. El sol calentaba mi cabeza y comenzaban a brotar gotas de sudor por todo mi cuerpo. Mi agónica paz sólo se rompió con el sonido de platos quebrándose y la salida impetuosa de un sujeto por la puerta de una casa. Los gritos eran tan fuertes y chillantes que me era imposible escuchar porque discutía aquella pareja. En el interior un par de niños lloraban desconsolados y de pronto la puerta cerró en seco. De nuevo la calle parecía desolada.

Caminé un par de calles dirigidas al centro del poblado. En cuanto más se acercaba más gente me encontraba a mi paso y el silencio  murió de pronto. El murmullo de la vida normal, apareció nuevamente en mis oídos. A pesar de que, aparentemente todo parecía muy común en Santiago. Su gente tenía en el rostro una marca que los hacía muy semejantes. No podría decir que eran familiares todos, pero sí había un rasgo peculiar y similar en cada uno de sus habitantes. Justo en medio de los ojos una gran arruga vertical se dibujaba en cada uno de los que veía. Desde niños, hasta ancianos. Mujeres, hombres, peluqueros, doctores y comerciantes, madres carteros.......

Fuera de un hostal, una mujer se espantaba el calor y las moscas. Con la boca apretada y el cuello largo y delgado, me otorgó por fin su atención. -Disculpe- Le pregunté un poco tímido, podría hospedarme por una noche en su lugar, es que ésta tarde parece robarme las pocas fuerzas que tengo y sí le soy sincero jamás había vivido un invierno tan bochornoso. Son trescientos pesos la noche, si quiere desayuno, tendrá que conseguirlo, no se cocina en éste lugar .



Entendiendo así que quizá ese era el lugar más adecuado para montar mi negocio. Con los conocimientos de esa nueva planta de la voluntad y la necesidad de paz social que necesitaban los pobladores de Santiago, 

3 comentarios:

  1. Me gusta el relato, pero parece cortarse al final.¿Es así? o ¿solo es que termina así?.

    Me ha enganchado hasta la ultima linea :)

    Besinos.

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  2. Hola lily, primero que nada, gracias por leer y comentar. Resulta que no termina, es un relato que quiero subir poco a poco un pequeño proyecto que disfrute mucho, es una forma de practicar "redacción" quizá algún día escriba algo publicable, mientras tanto disfruto un montón que me lean y, claro, seguir escribiendo. Gracias un gran abrazo

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  3. lindo tu relato.
    por otra parte me disculpo por no estar en tu blog de seguido
    estado muy ocupado, no siendo mas me despido
    un beso y no olvides que me encata esa foto tuya

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