jueves, 25 de marzo de 2010

Café.

Ana siempre ha tenido la necesidad de la soledad, no se queja de ella como el resto de la gente que conoce, más bien la disfruta y cuando le falta, cuando se llena de mundo y la gente parece gritarle cosas que no entiende; es cuando sabe que ocupa la soledad por salud mental y busca desesperada una dosis de tan preciado estado.

Ese día lo tenía todo preparado, era sábado y la primavera asomaba sus primeras flores, afuera un montón de pajaritos alborotaban la mañana con unos cantos alebrestados. Debían estar emocionados y revoloteaban felices, el frío estaba amainando. Se levantó temprano y tomo un baño lento, dejando que el agua se introdujera en sus pensamientos y los limpiara. Se vistió cómodamente: jeans deslavados un poco rotos, su camiseta blanca que tanto quería y un jersey café por si le daba frío; en sus pies sus amados tenis jugaban a son de sus pasos. Dejo su pelo suelto renunciando a la tarea de peinarlo y sometiéndolo al viento  para que lo impregnara de olor a hierba.

Subió a su carro y sintió gran paz cuando se alejaba de esa casa. Había vivido en ese lugar por más de dos años y aún era una extraña, sus compañeras se cansaron de querer hacerla parecida a ellas y optaron por sobrellevar su forma de ser. No es que Ana sea una mujer difícil, simplemente es callada, cómo la sombra de un árbol moviéndose con el aire y no gusta mucho de salir a bares o platicas sin sentido; ella siempre prefirió un buen libro, dormir, o dibujar curiosas manchas de pintura sobre un lienzo. La mañana era perfecta, el azul del cielo casi podía olerse y la gente se veía tan feliz. A pesar de todo añoraba su momento a solas.

Esa mañana estaba muriendo, faltaban pocos minutos para el medio día. Pero los sábados el tiempo se cuenta diferente. Llegó a esa cafetería cuando el sol estaba en lo más alto, en su espalda el calor abochornaba su cuerpo. Empujo la puerta de vidrio que daba la bienvenida al lugar y sintió el aire frío emanar de adentro. De pronto un curioso sujeto con un delantal verde le dio la bienvenida, su nombre, Sergio,  colgaba de su camiseta en una pequeña plaquita dorada. Le pidió lo de siempre, Caramel Macciato Alto, leche entera y con caramelo en el vaso. Sergio preguntó su nombre y respondió –Ana-, eso creía ya que después de todo había gente que la llamaba de otra manera;  Sergio lo escribió en esos vasos típicos para café.

Buscó una mesa desierta, apartada del ruido y las voces de discusiones políticas mañaneras. El lugar era pequeño pero confortable, encontró una mesa en una esquina. Se sentó y dio un pequeño sorbo al café dejando que el azúcar paseara por su paladar hasta llegar a la garganta. Abrió su libro y sacó un pequeño lápiz de la bolsa. Ana tiene la curiosa manía de poner ideas en los marcos de las paginas y subrayar cada libro que lee; mucha gente lo ve como una mala afición, para Ana es una necesidad; es como la interacción entre el libro y ella: una plática interna, intima con el autor.

Una luz llamó su atención, el destello proveniente del reflejo del sol en la puerta de vidrio de la cafetería cegaba su vista y hacía que le doliera la cabeza; volteo para otro lado, de pronto un sujeto apareció entre chispazos amarillos que todavía veía del resplandor que la había asaltado. Decidió dejar su vista en ese lugar y descansarla, de pronto un hombre apareció entre las manchas. Estaba sólo como ella, hojeaba un libro y frente a él descansaba un café frío a medio tomar. Su cabello café chocolate con leche, su piel blanca, casi como harina de trigo sobre la piel y una barba cerrada exquisita, casi podía imaginar la textura sobre sus mejillas. Justo arriba de sus ojos unas hermosas cejas enmarcaban unas grandes pestañas que daban vida a unos ojos que no alcanzaba a ver, su nariz casi perfecta, delicada pero a la vez masculina. Ana empezó a imaginar qué nombre tendría; tenía cara de Jorge o Carlos, le gustaba imaginarse los nombres de la gente que le parecía interesante, inventarle alguna vida, trabajo, circunstancias. El debía tener entre 25 y 27 años, no creía que fuera mayor, sí bien se notaba muy maduro, todavía su rostro era muy jovial y tierno.

Decidió dejar de verlo, si la pillaba se vería como una gran tonta, o una loca. Nadie ve “normal” que te les quedes viendo.  Así que volvió a su libro y a la locura casi inventada de Ferdinand Bardamu, en Viaje al fin de la noche. Mientras la primera guerra Mundial y la actitud antipatriótica del personaje, así como su lenguaje extraño  un poco grosero la tenían un poco distraída. Ella de vez en cuando volteaba para ver si seguía ahí, como quien voltea a ver una escultura preciosa en medio de un museo. Sólo para observarlo y dejarse llevar por su belleza.

Era un hombre atractivo, quizá el más atractivo que Ana pudiera recordar. Llevaba menos de una hora en el café y ya se sentía muy despistada para seguir leyendo, por lo que pensó que sería mejor idea cambiar de lugar y buscar otro quizá un poco menos congestionado de gente, pero sobre todo alejarse de ese sujeto; no la dejaba concentrarse en su novela ni en Ferdinand ni en Lola. Tomo su café que todavía quedaba un poco menos de la mitad y lo terminó de un solo sorbo. Se paró del pequeño sillón de tela rugosa y tomó sus cosas. Justo cuando estaba decidida a tomar el primer paso y salir sin miramientos del lugar. Una sombra opaco su vista, el olor era delicioso un poco de madera de encino y limón emanaba de esa figura frente a ella. Ana cerró los ojos y por un segundo quiso imaginar al dueño de tan hermoso sabor.

La saludó, su voz provenía de otro mundo: era fina, delicada; llegaba a su oído como una caricia y saltaba sobre su tímpano para después mecerse sobre todo su sentido auditivo. Ana se puso muy nerviosa, como una pequeña adolecente en su primer baile, le sudaban las manos y sentía que sus rodillas se hacían gelatina frente al sujeto. No supo si contesto al saludo, simplemente se desplomo sobre el sillón que antes la había sujetado, y se derritió frente a él. El sujeto hizo lo mismo, tomo asiento en una silla de madera que Ana no recordaba que estuviera ahí, y empezó a cantar; bueno más bien a hablar, pero es que para ella, el hombre debía ser un ruiseñor o un gran soprano.

Le hizo un par de preguntas, a qué te dedicas, eres de aquí, cómo te llamas. Ana debió contestar, soy estudiante y trabajo en un despacho, no soy de aquí y me llamo Ana. Él le contó que era músico y trabajaba en la banda de un artista conocido. Ana se imagino por un momento como un instrumento musical, debía ser hermoso que esas manos tocaran su cuerpo y la hicieran emitir música. Piano dijo, y ella se sorprendió, precisamente es mi instrumento favorito afirmó. -Tu nombre?, no recuerdo cuál era-le dijo Ana al sujeto. – No te lo he dicho aún, mi nombre es Néstor.

Un hermoso nombre, cómo el padre de Perseo, pensó. Hacía tiempo que no decía lo que pensaba, generalmente las personas no entienden de qué habla. Ana era una pequeña estrella agonizante en un universo paralelo, casi una autómata distraída de todo. Él se veía de mundo, lleno de fiestas, reuniones, vida. Se dedicaba a lo que quería, hacía con su tiempo libre todo lo que su mente podría imaginar y viajaba por todo el mundo. Ana era una esclava de sus propias decisiones, odiaba su trabajo y su vocación no era totalmente clara. Néstor dijo que debía estar en Madrid para el lunes, pero que no quería irse sin saber más de ella. Ana pensaba en qué podría ella decirle, su vida era hueca, plana y de color gris ocre, ad vitam aeternam.

De pronto Ana sintió algo caliente en el regazo, era su café. Se había quedado dormida y el sujeto frente a ella se había marchado. Tomó sus cosas y se fue de ese lugar. Siempre le pasaba lo mismo, siempre tratando de imaginar vidas, y dibujando puentes inexistentes. Debía sacar provecho de aquella imaginación, si no, qué caso tendría. Y siguió manejando.

5 comentarios:

  1. Valery, aquí en tu blog devolviendo la cortesía. Creo que cada quien tiene su particular aprecio a la soledad, al apego de su espacio o escapar de las multitudes. Y sí, la imaginación siempre irá por delante de la realidad.

    Saludos.

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  2. Eits, gracias por leer. Un saludo.

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  3. Hola Valery,

    Me gustó mucho tu relato. Me gusta que aunque está narrado en tercera persona, nunca dejé de sentir como si lo estuviera en primera; y por otro lado, ¿qué hombre no quiere visitar la mente de una mujer, como Ana, de vez en cuando?

    Mucho éxito. No te diré que sigas escribiendo porque evidentemente no necesitas que nadie te lo diga. ¡Ojalá eso siga así!

    Adiós.

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  4. Hola soy nuev@ en esto y realmente me gusto como escribes, de pronto me imagine leyendo un pasaje de una novela romántica, y de una que me ha dejado entrad@ queriendo terminarla en un solo bocado.
    Estaré al pendiente de tus notas.

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  5. Gracias por leer. Qué bueno que les gustó.

    Y sí Jesús, casi está en primera persona, tienes toda la razón.

    Saludos!!!!

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