martes, 5 de julio de 2011

De la noche.

Es como si se cayera al vacío en cámara lenta. Todo se reduce al segundo dónde te estrellas contra el piso, por ahí de las nueve de la noche y en pedazos, intentas entender qué ha pasado. Aunque hayas sabido que ibas de picada tiempo antes, el desastre siempre termina por ser sorpresivo.

No hay nada que poner en orden, porque nada sirve. Montones de persona como piedras negras sin valor, en cenizas conforme pasa el viento y los minutos. Arde todo en un fuego azul que no sirve ni para calentar la hoguera "del amor quemado". Las partículas heladas de la conciencia intentan reconocer el paisaje, pero todo es tan borroso que es preferible no entender nada. Y cierras unos ojos que ya no forman parte de ti. El dolor más intenso se siente cuando ya no se siente nada.

Momentos después, quizá horas. Se asoma un poco de luz, no entiendes porque sigue el mundo en marcha y odias el sol, y a los hombres que hablan, y rien y lloran y sienten. Las ventanas del mundo se abren, pero no puedes salir, inmóvil contra el suelo te consuelas con la tierra que entra por las rendijas de la carne todavía ardiendo.

No hay consuelo, ni lo buscas. No hay razones, o tal vez, se destruyeron. Sólo el vacío, la incontinencia, los latidos interrumpidos; paráfrasis de tu existencia. Malas horas para recordar el mar, el olor del vino, el color de sus ojos. Momentos que se desperdiciaron en una memoria podrida. Lamentos del desastre, en la noche que olvidó su nombre.

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