jueves, 14 de julio de 2011

Soledad.

Con un cielo plagado de colores, dónde no faltaba ni el sol, ni luna, y un par de estrellas ya en el cielo se acomodaban aquella tarde. Inclusive podían verse unas cuantas nubes a lo lejos, además de rayos brillantes y mudos. Casi a las ocho de la noche, y con un verano por demás extraño. Manejando por las calles de la ciudad, con los vidrios abajo y degustando los olores que emite la tierra mojada, el pan de la tarde y demás filtraciones creadas por humanos, me dirigía hacía "ningún rumbo". Todos los caminos dirigen a alguna parte, el chiste, es quizá, elegirlos con sabiduría, o por lo menos con destreza.

Debe ser que estamos a más de la mitad del año, pero los días pesan y por lo mismos se desatan y se van volando y luego como globos, no sabes si se han ido volando o han quedado atascados en el techo de los momentos importantes. Me cuesta reservarme detalles, todos ellos se filtran entre mi imaginación y mis dedos, hasta que terminan plasmándose en esta interminable sensación de, por lo menos de manera indirecta, contarme y desahogarme.

Entonces me dirigía hacía, "ningun lugar" llegué, me estacioné, y simplemente esperé. No me resulta hablar de lo difícil que se ponen las cosas, ni la frustración, ni los temores que entran en mi cabeza sin ser anunciados del todo. Me escuchaba a mi misma, y a la radio que tenía, creo una canción de Alejandro Filio. Recargué mi cabeza en la ventanilla, sople y resople, tratando de encontrar un pensamiento funcional. No había nada, simplemente la sensación que el día tiene muchas horas como para no olvidar un par de ellas.

Y congelada, no sé si por el aire acondicionado de mi coche, o por las gotas escasas de lluvia que entraban por la ventanilla del techo, me quedé inmóvil. No siempre hay cosas impresionantes que contar, y la simplicidad de la soledad a veces puede resultar majestuosa.

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