viernes, 11 de diciembre de 2009

Amanecer.

Se encontraban en ese lugar; ella sabía que ya nada iba a ser igual después de ese viaje. Pero no le importó. Despertar esa mañana parecía más sencillo, aunque su corazón se sentía más pesado, estaba cargando con algo que no entendía, su peso se acomodaba en su pecho como un saco lleno de un líquido viscoso. Decidió que tenía que descubrir a dónde había llegado; que tenía que ponerle razones a la locura.

Ella sabía que él estaba a su lado; dormido, lo había sentido aún antes de reconocer su propio cuerpo esa mañana. Se habían vuelto secuestradores habituales el uno del otro. Se privaban de su libertad, de su vida, de su soledad; para recluirse en un mundo común, para acompañarse. Saben que nadie pedirá su rescate; son ellos mismos todo y nada, son víctimas, victimarios, cómplices, amigos, desconocidos y a veces hasta el rescate mismo de su plagio.

Ella dejó de contemplar su adormecimiento; despertó y lo besó; no parecía el mismo hombre de la noche anterior, ahora había algo diferente; un sueño compartido significaba muchas cosas para ella; el guardaba silencio, seguía dormido, era imposible saber cuál era su reacción próxima, pero era parte de su encanto; la sorpresa se volvió en el combustible de sus vidas. Todo parecía lento, como la fina luz que se filtraba por la ventana. Cada movimiento complicaba el siguiente paso, el decirle adiós a ese lugar atemporal, ese espacio en el que parecen perderse las horas y los besos; no era fácil. Pero todo tiene su final; ellos lo sabían, todo se tiene que dejar ir. Sobre todo cuando no es el momento, porque; ellos conocen que tratar de vivir primavera en pleno invierno es imposible; aunque se empeñan a cada rato en arrancar rosas del gélido jardín; en desprender de las nubes frías y obscuras, tibios rayos de sol.

Ella camina hacía el adiós, hacía la humeante realidad, hacía la nebulosa mañana. El se pierde en su urgencia de seguir la vida. Ella se resigna, como siempre.

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