jueves, 4 de febrero de 2010

-ellos-

Un día se cansó de escucharlos, se encerró entre la obscuridad de un cuarto; no sabía si habían pasado días o meses. Vendrían a buscarla tarde o temprano, siempre la misma rutina desde hacía años; entrar y salir de ese sanatorio mental era común en su vida. La locura era lo único constante, se aferraba a ella tal vez por eso. Todavía quedaban marcas en sus manos de esa ultima vez, porqué no la habían dejado terminar con todo, porqué no darle la libertad de callar para siempre  esas  voces que le gritan constantemente su nombre. Era lógico que no podría jamás controlar su vida, sin antes controlar primero su propio cuerpo. Pero nadie la entendía, la locura es una enfermedad marginal, deseaba estar enferma de otra cosa, siempre un enfermo sin cabello y con signos visibles de cirugías riesgosas, dan lastima y los vuelve luchadores, personas qué se aferran a la vida. Ella era una enferma mental, una carga para su familia, su cuerpo la traicionaba y su mente registraba cosas que los demás no veían. Incomprendida y abandonada, sobre una sábana blanca.

Ya ni siquiera le interesaba hablar con las voces de su mente, las oía, pero solamente como un ronroneo de gato, gritaban continuamente muchas cosas en su mayoría ofensivas, nada le sorprendía. Las pastillas la mantenían aletargada, había olvidado los sentimientos, la tristeza y la felicidad abandonaron sus ojos, la sequedad en su boca no dejaba un sólo rastro de besos, seguramente la Tioridazina jamás dejaría de aferrarse a su cuerpo, viviría dependiente del medicamento de por vida y éste le arrancaría de a poco, lo que de ser humano le quedaba. 

Alguien había abierto la puerta, vio algo, pero no vio nada. Una fuerza la sujeto del brazo, después de eso; luz dolorosamente cegadora, electricidad por el cuerpo. Y después: nada.


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